El poder y la guerra entre los iberos

Jesús M. de la cruz

Dentro de las principales manifestaciones del poder por parte de los grupos dirigentes en la antigüedad encontramos la política, el ejercicio de la violencia a través de la guerra y la religión, todos ellos instrumentos que ayudaban a mantener el control sobre grandes capas de la población. En el caso ibérico, además, veremos que el arte también se convirtió en un canal para expresar sus ideas y concepción del mundo, controlando tanto en canal de comunicación como los mensajes que se transmitían. La escultura ibérica muestra rasgos conscientes de arcaísmo, es decir, sus formas y medios de representación son antiguos, algo que durante un tiempo trajo de cabeza a la investigación, ya que hacía difícil la datación en base a la comparación con obras del periodo. Resulta que los nobles iberos que contrataban a un artista buscaban una forma de representación que se adecuara bien a modelos antiguos, tomados de arte griego arcaico y del arte fenicio, todo ello fruto de una mentalidad muy conservadora que aplicaron a todos los aspectos de su vida. Que nada cambie para que todo siga igual.

El poder de la aristocracia ibera

La aristocracia ibérica basó su poder en el control de los recursos y el liderazgo de su sociedad. Estos señores reclamaban su derecho a través de la genealogía de un héroe guerrero antepasado y utilizó la cría y posesión de caballos como un símbolo de su rango. Además de ser un animal de manutención costosa y utilizado para la guerra, poseía también un claro simbolismo sagrado: era una criatura donada por los dioses y un ser psicopompo, capaz de transportar las almas de sus amos al Más Allá.

El poder de la aristocracia se construyó a través de relaciones sociales de dependencia basadas en la clientela y el tributo. El jefe de una familia aristocrática actuaba como patrono de un grupo de clientes que se sometían a su autoridad. El pacto establecido hacía que el cliente fuera considerado un miembro de la familia de su patrón en un sentido amplio, o linaje clientelar, lo que le garantizaba el derecho a seguir poseyendo bienes y a recibir protección y seguridad. A la vez, su sumisión hacía que el fruto de su trabajo agrícola o artesanal pasaran a pertenecer al patrono como contraprestación a sus ayudas, lo que en la práctica hizo que las tierras y las mismas personas se convirtieran en propiedades del patrón aristócrata. Desconocemos cuál es el título que los señores iberos se daban a sí mismos, por lo que se utiliza el nombre de Príncipe, por el significado del término en latín, que quiere decir «el primero».

A partir del siglo V a.C. los Príncipes agruparon a sus clientes dentro del oppidum. Como eje de la ciudad se encontraba el palacio, el lugar de residencia del señor y de su familia. A su alrededor se construían las casas de los clientes, distribuidos en manzanas y calles más cerca del palacio según fuera su posición. Poco a poco, al linaje gentilicio se fueron añadiendo linajes aristócratas menores, que aportaban sus propios clientes. Éstos pudieron incorporarse al oppidum o bien dirigir otros asentamientos dependientes de la ciudad capital, como otros oppida, aldeas o granjas. Además de todo ello, este grupo gentilicio actuaba también como un ejército encabezado por los aristócratas.

Recreación idealizada de un hombre y una mujer de la aristocracia ibérica. Autor: Juan Navarro.

Otra propuesta para explicar el funcionamiento de la sociedad es el denominado modelo de Sociedad de Casa. La Casa era una institución formada por una familia o grupo de familias, con sus propios emblemas identitarios y divinidades tutelares, además de unos antepasados familiares comunes. Toda la herencia de una Casa se transmitía a un príncipe, único heredero por línea de parentesco paterno o materno, real o ficticio. En esta herencia es posible que las mujeres participaran como transmisoras del derecho de sucesión, pero no activamente.

Las distintas Casas podían competir entre sí para conseguir nuevos clientes, acaparar recursos y ganar influencia. En este proceso de competencia, los príncipes de las Casas irían concentrando cada vez más poder, formando amplias redes de clientelas que les permitían controlar un gran territorio. Es posible que la Sociedad de Casas no durara mucho, ya que conforme el poder de los Príncipes aumentó y fue adoptando a otros linajes menores, se iría consolidando cada vez con más importancia las gentilidades clientelares y el sistema estratificado de clases sociales.

Finalmente, entre los siglos IV y III a.C. estos príncipes comenzarían a regir las primeras estructuras de Estados arcaicos, que comenzarían a participar activamente en la política exterior con la intervención de los poderes de Roma y Cartago. Los príncipes no actuaron de forma unificada, si no que colaboraron con uno u otro bando conforme sus propios intereses. Esta participación era casi tomada como un proyecto personal, y los príncipes iberos no dudaron en cambiar de bando si con ello veían que su poder y el de sus familias podían ganar con el cambio.

El oppidum de Puente Tablas, en Jaén, estuvo habitado entre los siglos VI y III a.C. Su estudio en extensión ha permitido conocer cómo fueron las formas de habitación típicas de una ciudad fortificada ibera y han ayudado a entender cómo la estructura social se plasmaba en su plano urbano a través de barrios ocupados por distintos rangos sociales y la presencia de edificios de poder, como el palacio del Príncipe de Puente Tablas. Fuente: https://arquiberlab.com/es/

La guerra entre los iberos

A menudo se ha representado a la cultura ibérica como una sociedad eminentemente guerrera, pero esto es un defecto de perspectiva causado por la parcialidad de las fuentes clásicas y la visión romántica actual de ciertos momentos del pasado. La guerra como actividad económica y política fue un fenómeno común en todas las culturas de la Antigüedad. Era un medio provechoso para obtener recursos y esclavos, además de una forma lícita de obtener ventajas y dominio sobre vecinos y rivales.

El armamento ibérico no se diferenciaba mucho del utilizado por los ejércitos latinos y romanos. El arma principal era la lanza, pesada para combatir y ligera para arrojar, mientras que la espada era un símbolo de la clase noble y se utilizaría principalmente cuando el combate llegaba a la lucha cerrada. La falcata es el arma más reconocida en el mundo ibérico, pero lo cierto es que su uso no fue tan habitual como el de la espada de filo recto, modelo que imitó Roma. Los escudos eran redondos, llamados caetra, con un tamaño en ocasiones considerable, y solo al final de su época adoptaron los escudos largos de tipo celta y romano. Las armaduras no fueron muy utilizadas, ya que el tamaño de los escudos era el principal medio de protección. De forma ocasional se utilizaron pectorales en forma de disco, pero el yelmo fue una protección habitual.

Guerreros iberos preparando una emboscada. La imagen de los guerreros iberos como guerrilleros oportunistas ha tenido mucho éxito entre el público general, pero la lectura cuidadosa de las fuentes permite reconocer que los iberos se atrevieron al luchar en campo abierto contra las legiones romanas y los ejércitos cartagineses, sintiéndose iguales en capacidad militar, aunque a la larga su concepto personalista de la guerra y su falta de sistemas de mando cualificados les llevó a la derrota. Autor: Angus McBride.

El fenómeno del mercenariado ibérico puede rastrearse en regiones del Mediterráneo central tan temprano como el siglo VI a.C., como parte de las tropas cartaginesas que combatieron en Córcega. Desde ese momento, contingentes de mercenarios iberos combatieron en las guerras de las polis griegas, de Cartago y de los pueblos itálicos con asiduidad. Cuando llegó el momento de liderar sus ejércitos contra un enemigo exterior, los Príncipes iberos supieron formar a sus tropas en orden de batalla, con insignias y división de tropas según su función táctica, pero nunca pudieron igualar el sistema de mando y control de sus rivales romanos y cartagineses, lo que en la práctica les condujo a perder la guerra contra un poder militar superior.

La guerra entre los iberos reunía unas cualidades distintas a las desarrolladas por las ciudades-estado y los Estados del Mediterráneo central y oriental. Al no haber desarrollado formas sociales de ciudadanía ni Estados centralizados, ni poseer una gran densidad demográfica, los Príncipes ibéricos no pudieron movilizar grandes contingentes de tropas ni desarrollaron complejos sistemas de abastecimiento y logística, por lo que predominó la guerra de baja intensidad. Sus objetivos estarían siempre supeditados a la compleja red de relaciones entre Casas y linajes, dirigidos a la búsqueda de botín, a perjudicar a un enemigo o forzar una situación para obtener una posición de ventaja frente a sus rivales. Las acciones militares se limitarían al saqueo y robo de ganado en territorio enemigo, ya que el asalto a un oppidum resultaba imposible por el desconocimiento entre los iberos de las técnicas de asedio.

Si ambos bandos se sentían lo suficientemente fuertes, podía desarrollarse un combate a campo abierto. Un Príncipe podría reunir a varios cientos de guerreros entre sus clientes, mientras que una federación de oppida podía alcanzar algunos miles de hombres. El máximo esfuerzo militar pudo ser la federación de pueblos vecinos, lo que permitiría reunir ejércitos de tamaño considerable, pero por tiempo limitado. Esto sólo ocurrió en momentos finales de la guerra en Iberia, cuando los Príncipes quisieron frenar la expansión romana tras la derrota de Cartago.

Imagen de portada: Sandra Delgado.

Bibliografía

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Ruiz, A. (2000): “El concepto de clientela en la sociedad de los príncipes”, en Mata, C. y Pérez, G. (eds.): Ibers. Agricultors, artesans i comerciants. Saguntum Extra, 3. pp. 11-20.

Ruiz, A. y Molinos, M. (eds.) (2017): Dama, príncipe, héroe, diosa. Catálogo de exposición. Junta de Andalucía. 

Sanz, R.; Abad, L.; Gamo, B. (coord.) (2021): 150 años con los iberos. Diputación de Albacete.

Uroz, H. (2013): «Héroes, guerreros, caballeros, oligarcas: tres nuevos vasos singulares procedentes de Libisosa». Archivo español de arqueología, 86. pp. 51-73.

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